A Marcos le gustaba sentarse en la arena de la playa para ver el vaivén de las olas. De todas formas no tenía mucho que hacer. Había perdido su casa, a su familia y se encontraba solo y sin trabajo en la calle.
Esto le daba tiempo para meditar, ver el por qué las cosas le habían salido mal e intentar reconducir su vida para lograr un futuro mejor.
Marcos estaba convencido de que tarde o temprano la suerte le depararía alguna sorpresa que le ayudase a levantar la cabeza y hacerse de nuevo con su vida, pero la verdad es que ya eran meses los que estaba en la calle, y en ocasiones las fuerzas flaqueaban.
Por las mañanas solía salir de la pequeña casita que se había construido con los restos que traía la marea y algunos tablones que iba encontrando, y se acercaba a la zona más habitada para intentar conseguir algo para comer. Su buena presencia y su bondad hacía que consiguiese todos los días un plato que llevarse a la boca.
Pero una mañana se levantó como de costumbre, y cuando se dirigió al lugar de mendicidad habitual, vio que no había nadie que le prestase atención. Extrañado fueron pasando las horas, y viendo que no conseguía nada, volvió de nuevo a su casa.
Al llegar algo le recorrió todo el cuerpo, y entendió por qué nadie le hacía caso… pudo ver en el interior de su casa improvisada su propio cadáver descomponiéndose sobre la arena.