Cuando Alfredo se sentaba en la colina a la que iba todos los domingos, se dedicaba a hablar solo, y la gente del pueblo estaba empezando a pensar que se le estaba yendo la cabeza.
Un día estaba empezando a discutir, y se encontraba demasiado cerca del barranco. Un vecino que pasaba por ahí se acercó corriendo por miedo a que su locura acabase haciéndole caer, pero no tuvo tiempo de llegar, ya que cuando se encontraba a escasos metros pudo ver cómo Alfredo pegaba un salto voluntariamente y caía al vacío.
La consternación en el pueblo fue mayúscula, porque pese a que lo consideraban un loco, a nadie se le pasó por la cabeza que todo pudiese terminar así. El sentimiento de culpabilidad de aquellas gentes era inmenso, tanto que durante un tiempo varios de ellos llevaban flores al lugar.
Un día, Manuel, un viejo amigo del colegio de Alfredo decidió pasar la tarde del domingo en el mismo lugar recordando viejos tiempos y “hablando” con Alfredo. La sorpresa fue mayúscula cuando, tras unas horas, Manuel empezó a escuchar voces que no sabía de dónde procedían. Entre ellas se encontraba la de su amigo Alfredo.
Con el tiempo, Manuel fue subiendo también todos los domingos, y los habitantes se dieron cuenta de que, por alguna razón, empezó a ocupar el lugar de su amigo, pero seguían sin comprender lo que pasaba.